Una semana en París
La primera de una docena
Llevo una semana en París en una casa ajena, aunque conocida. Es una residencia transitoria, algo mientras espero una habitación en el Colegio de España que llenaré rápido de cosas para vaciarla en tan solo tres meses.
No puedo decir que la ciudad me sea ajena. La voluntad de descubrirla y, en ocasiones, el azar, me han traído a ella una y otra vez a lo largo de diecisiete años. Conozco el idioma, reconozco a un bobó y empiezo a huir de los lugares concurridos porque hay una urbe oculta –con mucha vida e igual de interesante– que sobrevive a pesar de los que insistimos en venir de visita con cierta frecuencia. A veces descubro sitios nuevos en lugares que creía conocer. Otras, sin embargo, acudo a un banco para descansar y leer y me descubro en el rodaje de Emily in Paris.
Me senté en un banco de la place de l’Estrapade, muy cerca de la facultad de Derecho, para leer a la sombra en un día caluroso. Es cierto que había focos y cámaras, pero no esperaba que, después de escuchar el «¡Corten!», se me acercara un señor con pinganillo a confirmar que no era un extra. ¡A la vista estaba! Con camisa y chinos, no puedo decir que desarreglado, pero, desde luego, nada que ver con la gente sentada en otros bancos luciendo modelos de diseñador. Quizás ese París existió, pero un paseo por los alrededores de la Place Vendôme –una de las zonas más lujosas de la ciudad–, me descubrió al príncipe heredero de Marruecos en un chándal que, imagino, le habría dado para una semana en Ibiza, pero que habría provocado su expulsión del set de rodaje de cualquier serie.
La casa solitaria oprime a ratos. Además, destrocé una lámpara de diseño porque, mientras cocinaba, tuve una idea estupenda para un artículo y quise apuntarla corriendo antes de que se escapara o el extractor de humo se la llevara consigo. Cuando me levanté de la silla escuché el estruendo del cristal rompiéndose contra la pared. Para que después digan que pensar es gratis.
Uno, que se resiste a quedarse quieto, intenta buscar mecanismos para despejarse. París es ahora una ciudad que se puede recorrer en bicicleta pública. Me monto y pedaleo sin rumbo, aunque siempre acabo en la Madelaine. El otro día solté la bicicleta y me senté en el pont neuf a ver el atardecer. A los pocos minutos llegó una familia española para disfrutar del momento y hacerse fotos. La hija, de unos dieciséis años, le dijo a su madre en un tono lo suficientemente alto para que lo escuchara, pero sin imaginar que la entendía: «dile a este [con cierto desprecio] que a ver si nos hace una foto». Me quedé un poco sorprendido, esperé por si me lo pedían y, ante el silencio, me levanté y me fui.
Estaba recordando los momentos que he vivido en esta ciudad. Ahora que ando solo por ella no siento la emoción del que descubre, sino la melancolía del que acumula recuerdos en cada esquina con quien está ahora lejos. Anduve por la orilla del Sena, volvía a casa mientras el cielo naranja atravesaba los cristales de la pirámide del Louvre. Pensé que si tenía tantos momentos guardados en esta ciudad era porque, en parte, ya era mía.