Un clavel
Y la historia de un confinamiento voluntario
Me gusta ser libre lo mismo que el viento
Que mueve el olivo y riza la mar
Tenderme a la sombra de mi pensamiento
Y luego de noche ponerme a cantar
Rocio Jurado — Un clavel
Este periodo de reclusión está trayendo algunas cosas buenas, no lo voy a negar. Ahora me estoy acostumbrando a él y he adaptado mi día a día a estar recluido en casa. Ha sido una batalla ganada contra la mente a la que sólo le he puesto una condición: volver a mi vida anterior en cuanto el virus nos lo permita. Aunque, claro, uno empieza a leer con cierta desazón algunos textos que nos van anticipando que la vida nunca será igual después de la pandemia. Tendremos que reducir nuestro contacto social y, al menos durante unos meses, también tendremos que reforzar las medidas de protección cuando salgamos a la calle. Esto me conduce a un estado de incertidumbre permanente. En la vida anterior a la pandemia siempre he pecado de ser excesivamente planificador, tanto en el ámbito profesional como en el personal, y, además, a muy largo plazo. Demasiado orden en la cabeza que nunca se ha correspondido con la realidad, en la que siempre suelen naufragar mis planes concebidos con antelación
Con esta pandemia me ha sucedido algo similar. Hoy abro la agenda y veo en el margen derecho del cuaderno las anotaciones con los datos de mi vuelo y mi billete de tren que añadí con buena letra en enero. De hecho, ahora debería estar haciendo la maleta y eligiendo qué debería llevarme para los próximos meses. A las siete llegaría a París, cogería un tren y dormiría en casa de V., que tiene un apartamento cerca de la Ópera Garnier. También había planificado, como no, los que podría hacer durante las horas que habría de pasar allí. Tengo un par de lugares a los que siempre me gusta volver porque nunca son los mismos, aunque conserven su esencia. Por suerte — hace unos días habría dicho por desgracia — ahora estoy en casa. El otro día recibí un correo de una de las personas a las que más aprecio y mejor me conoce en el que me animaba a encontrar un espacio nuevo donde poder pensar. Se lo agradecí, aunque no le respondiera, pero me pareció una misión imposible dada las circunstancias. No estaba previsto, no tenía planificado pensar encerrado en casa, precisamente porque siempre que necesito pensar huyo de ella y me lanzo a la calle.
No seré yo el que ahora cante a las bondades del confinamiento. Es más, estoy de acuerdo con esa pancarta colgada de un balcón que circuló por las redes sociales la semana pasada que acusaba de burgueses a los que romantizaban el quedarse en casa por tiempo indefinido. Yo añadiría, además, que se trata de una frivolidad. Como también me parece frívolo considerar que quedarse en casa es una actitud heroica, pues no somos protagonistas de nada. Al menos los que, como yo, podemos hacer una vida relativamente normal desde aquí. Pero, más allá de eso, sí que empiezo a comprender en su plena dimensión lo que escribió García Márquez en El amor en los tiempos del cólera donde, refiriéndose al amor, sentenció: “a la vida no la enseña nadie”. Se me han caído todos los planes y construcciones mentales que tan laboriosamente había construido. La única diferencia es que ahora todo se ha venido abajo de golpe, aquí está lo verdaderamente revolucionario. Antes los planes se me venían abajo, en todas las facetas de mi vida, pero a cada fracaso le podía encontrar una justificación. Ahora es imposible.
El confinamiento está haciendo que no pare de pensar en la vida que vendrá después. Y no me estoy refiriendo a retomar la vida pasada ni a diseñar la futura. Sólo quiero salir a la calle sin pensar qué hacer, sin planificar dónde podría ir a tomarme esa cerveza que tengo pendiente y no tener la vista puesta en el reloj, del que pretendo despegarme un tiempo. Planificar es una excusa para no sentir, no arriesgar y no salir de lo que ahora se llama “zona de confort”. Al carajo con la planificación. “Pensar la vida que vivo y no vivir la vida que pienso”, que le acabo de leer a Ana Carrasco-Conde.
Este texto es un ejemplo de este cambio de filosofía vital, por eso el título no se corresponde demasiado con lo que he escrito hasta ahora. Yo venía aquí a reflexionar sobre Annie Hall, película que vi anoche y me gustó mucho (en estos días estoy disfrutando mucho con Woody Allen, aunque sé que estas declaraciones hoy pueden ser polémicas) y sobre una anécdota que salió en un grupo de WhatsApp ayer por la noche. M. preguntó por un grupo si ligábamos en la época del instituto, a lo que otra amiga — cuya inicial no pongo para mantener su anonimato — contestó que sí, pero que siempre lo llevó bastante mal. Al parecer, en la fiesta de fin de curso un chaval se le declaró en el escenario entregándole un clavel y ella, atemorizada, se pasó el verano entero confinada en casa y sin pisar la calle por pura vergüenza.
En el fondo, ahora me doy cuenta de que sí existe cierta relación entre el texto anterior y la anécdota que venía a contar. Qué desperdicio de verano. A saber de lo que le privó la vergüenza.