No me gusta el fútbol

Soy del Málaga

Ignacio Álvarez
5 min readAug 2, 2020

Uno de mis primeros recuerdos de infancia es ir con la equipación completa del Málaga de Joaquín Peiró a ver jugar al Malagueño en el Viso. Mi padre me arrastraba con él a su pasión, aunque yo estaba más interesado en poder saltar al campo de césped en el descanso y ponerme a darle patadas al balón. Mal, por supuesto, porque jamás he sido bueno jugando al fútbol. Recuerdo cuando me apunté al equipo de fútbol sala de mi colegio con diez años y tras un mes de entrenamiento jugué mi primer partido. Al volver a casa, mi madre le pregunto a mi padre que qué tal jugaba, a lo que él respondió: “no vale un duro”. A mí el comentario me hizo gracia, y es que, por aquel entonces, yo ya era bastante consciente de mis limitaciones. Sin embargo, ahí estuvo mi padre acompañándome con pocas horas de sueño en todos los partidos que jugué.

Viendo al Málaga B me lo pasaba bien porque mi padre me compraba patatas y un refresco mientras soltaba alguno de sus comentarios característicos: “este está más preocupado de mirar a la gente que de jugar al fútbol, no va a llegar a ningún lado”. A esa frase le doy muchas vueltas porque si la extrapolas te vale para cualquier ámbito de la vida; uno va al campo a lo que va, el resto son distracciones inútiles. Era una época en la que estabas tan cerca del árbitro asistente que alguno hablaba con nosotros y nos explicaba que no había fuera de juego porque el lateral lo había roto y si se lo discutías se enfadaba. Una vez vino uno muy alto y, cada vez que pasaba, un señor mayor con guasa le decía: “linier, qué bonita es Almería”. Yo no entendía nada, pero me reía porque estaba echando el rato con mi padre, jugaba al fútbol y comía lo que quería.

A la Rosaleda empecé a ir pronto. Mi padre, que jugó en las categorías inferiores del Málaga, siempre me contaba el encuentro que tuvo con Viberti un día que lo trató el fisio del primer equipo y se quedó impresionado por el tamaño de sus botas. Así que, mitificando todo lo que rodeaba al Málaga, allí que íbamos los dos, yo con mi camiseta nueva todos los años en un estadio que se caía a pedazos, pero pasando unos momentos geniales. En 1999 el Málaga subió a primera y mi padre me recogió en el colegio con una bandera blanquiazul. Yo no entendía nada, pero nos fuimos al centro y pegamos botes delante del ayuntamiento mientras cantábamos y gritábamos. Cómo no me iba a hacer malaguista, todo eran buenos momentos.

Sin embargo, uno empieza a crecer y cuando ya llevábamos unos años con el abono nos fuimos de nuevo a segunda. Mi padre se enfadó y no renovamos (tampoco era un momento para muchos gastos). Yo, que por aquel entonces tenía diez años, dejé de ver al Málaga con regularidad mientras mi padre sufría viendo sus partidos en Localia. Al año siguiente, todavía en segunda, y supongo que en un intento de recuperar esos momentos que habíamos vivido juntos, volvimos a sacarnos el abono y desde entonces no hemos faltado ni un año a nuestra cita. El Málaga ya no era una experiencia de disfrute, era sufrimiento y lágrimas. Porque a mí, que no me gusta el fútbol, el Málaga me ha hecho llorar muchas veces y sólo una de alegría. Y es que escuchar el himno de la Champions en la Rosaleda al lado de mi padre fue un momento insuperable.

Lo mejor del asiento es la barandilla

Ahora tenemos nuestro sitio en una esquina del estadio que hemos colonizado casi por completo. Al fútbol vamos cuatro amigos, mis padres, mi hermana, mi tía, mi prima y yo. Fútbol, lo que es fútbol, se ha visto poco este año en la Rosaleda. Pero un par de fines de semana al mes yo me coloco la camiseta, me voy con los amigos a tomarme unas cervecitas en la previa y después a sufrir durante noventa minutos. El mayor entretenimiento este año ha sido un señor mayor que odia a Juanpi. Nosotros no es que lo adoremos, pero no podemos tolerar a los aquí conocidos como “reventaores”, así que cada vez que hacía algo medio en condiciones nosotros lo celebrábamos con gritos y saltos. Cuando Juanpi marcó el gol que nos garantizó la permanencia hace unas semanas lo único que me dijo mi padre fue: “qué pena que no nos haya pillado en la Rosaleda para poner a ese negro”.

A mí el fútbol no me gusta, pero me encanta que mi padre fustigue a mi amigo Tomás porque simpatiza con el Barcelona. También disfruto cuando mi amigo Carlos le dice a mi padre que le encanta Munir porque sabe que así se cabrea. Me gusta escuchar a mi madre cantando las canciones de la grada de animación e inventándose las letras o diciendo “¡¿Pero qué ha pasado?!” cuando el resto estamos gritando y protestando por algo que ella se ha perdido. El fútbol no me gusta, pero me divierte que, llegando al final de una temporada catastrófica, mi padre me diga que ya no renovamos el abono y que a tomar por culo el Málaga porque sé que es mentira y sólo es una muestra de esa relación de amor-odio con nuestro equipo.

El fútbol no me gusta en absoluto. A mí me gusta el Málaga y todo lo que le rodea. Me gusta la afición de colgados que tenemos –y el mejor ejemplo está en Twitter– porque siempre sacamos oportunidad para las risas cuando la situación del equipo es dramática. Me gusta saber que cada dos semanas me encuentro con mi núcleo duro en el estadio. Me gusta escuchar cómo mi padre dice “aquí están ya los bodegas” cuando mis amigos y yo hacemos aparición en los asientos después de las cervezas. Me gustan los abrazos a lo loco cuando empatamos un partido en el minuto ochenta. No sé, de lo único que estoy seguro es de que el fútbol es más complejo de lo que se ve en el campo o pasa en los despachos, porque si no no habría malaguistas.

Para mí el Málaga son los amigos y la familia, así que, como dice la canción “ser malaguista es un sentimiento, no se explica, se lleva muy adentro. Yo por eso te sigo adonde sea, malaguista, hasta que me muera”

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Nosotros los solitarios. En Twitter soy @ialvarez95

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