El niño no vale un duro

Un intercambio epistolar (III)

Ignacio Álvarez
3 min readMar 14, 2021

Esto es una respuesta a esta carta

A.,

Cuando he leído «Hoy quiero confesar» he pensado que el resto de la carta trataría sobre el caso Cantora; un intento de hacer proselitismo de ese programa llamado Sálvame. Si te soy sincero, no entiendo cómo desde producción te tienen desaprovechado cuando eres, sin duda alguna, su mayor activo, tanto en redes como fuera de ellas. Ahora estoy un poco defraudado porque me he creado unas expectativas para la carta que no se han visto satisfechas. Estoy abocado a hablar del deporte, o más bien de mi relación con él.

Yo era eso que los sociólogos llaman un niño de barrio, vecino de un recinto donde había chavales de todas las edades, pero donde me tocó ser el pequeño. Eso fue lo que me empujó al fútbol, pero a su versión marrullera, con códigos y reglas, aunque diferentes a los que se ven en una pista con las medidas reglamentarias. Entre los amigos había varios que jugaban, ya por entonces, como profesionales, así que a mí me empujaron a ser defensa; los goles y regates eran cosa suya. Algunos me sacaban cuatro años y más de medio metro de altura. La única forma que tenía de hacer algo era ser un poco guarro, lo que en la jerga andaluza futbolera implica dar patadas como un descosido, utilizar los brazos para empujar como si no hubiera un mañana y aceptar todo eso de buen grado cuando venían de vuelta, porque venían. Dar y recibir, poco más.

Mi padre no se perdía una cuando en el colegio me apunté al equipo de fútbol, allá por quinto de primaria. Recuerdo que al llegar a casa después del primer partido mi madre le preguntó si era bueno. Mi padre, que en fútbol es implacable, le soltó: «el niño no vale un duro». Yo me quedé tan pancho, porque tenía razón, y porque si algo he sabido aceptar desde que tengo uso de razón son mis limitaciones. Seguí jugando con la autoestima intacta, aunque después me quité del equipo para apuntarme al tenis, deporte que se me ha dado algo mejor y que he practicado durante más de diez años.

Sin embargo, y como bien sabes, en mis meses en el extranjero retomé la costumbre de salir a correr. Primero como una manera de obligarme a moverme, pero le fui cogiendo de nuevo el gusto. Al tercer mes no me frenaron ni las temperaturas bajo cero ni la niebla cerrada. Volví a Málaga y me apunté a atletismo, donde, desde el primer día, el entrenador me apodó «el canío» (canijo, allende Despeñaperros). Sí, no me canso de repetirlo: soy atleta federado.

Cuando voy corriendo escucho gritos que a veces se me repiten hasta en los sueños: «¡Canío, aprieta!; ¡Canío, relaja los brazos!; ¡Canío, cambia, levanta las caderas!». Hace un mes hicimos doce series de 400m. En la última estaba tan cansado que a duras penas bajaba del ritmo medio que veníamos marcando en las vueltas anteriores. Cuando llegamos a los últimos cien metros escuché un grito resignado desde el otro lado de la pista, casi de decepción: «¡Vaaaaamos, canío, vaaaaamos!». Pinchó el orgullo del niño de barrio, apreté y me rompí. No lo noté al momento, pero al día siguiente casi no podía andar.

No sé, A., quizás cuando crecemos perdemos perspectiva sobre nuestras propias capacidades y limitaciones. Prefiero creer que es eso antes de pensar que el mensaje coelhiano ha dejado su poso en mi subconsciente. Me gustaría que mi padre me siguiera diciendo de vez en cuando hasta dónde soy capaz de llegar cuando pierdo el norte. Las personas que te quieren están para eso, no para apoyar cualquier empresa absurda en la que decidas embarcarte. ¡Qué se lo digan a Enrique Ponce!

Ve más allá de caminar rapidito, porque vas a desfogar más y a dormir mejor. El deporte es mano de santo, por más que mi primo, que es taurino, me diga que correr es de cobardes y de toreros malos.

Sobre la única tarde que he ido a los toros te hablaré otro día.

R.

--

--