El duende
Un intercambio epistolar (IV)
A.
Estos días hemos cruzado unos cuantos mensajes sobre el duende. Si en algo coinciden los flamencos antiguos es en que se esta perdiendo la espontaneidad característica del flamenco. Ahora todo está estudiado al milímetro y hay poco espacio para el carácter. También hay quien dice que el flamenco va mucho más allá de lo que la gente suele pensar, que es un estilo de vida, una actitud. Pienso en la pasta tan dura de la que estaban hechas las personas que nos precedieron y cómo, a saltos entre la resignación y las ganas de vivir, encontraban la solución a los problemas de la vida con descaro e ingenio.
Me contó mi padre que un día mi abuelo, el que vendía pescado, mandó a mi tía, que en aquel momento rondaba los siete u ocho años –ahora supera los setenta–, a comprarle a mi bisabuela un kilo de brevas. Mi familia paterna es del barrio de la Trinidad, y allí, en la esquina de Adela Domínguez, vendía mi bisabuela higos, brevas y uvas. Mi tía volvió con las brevas y cuando mi abuelo las cogió le soltó con resignación: «ya te ha engañado tu abuela otra vez». Le había cobrado el kilo y le había vendido unos setecientos gramos. Ni su nieta se libró de un comportamiento que, imagino, le había enseñado el hambre. Eso es el flamenco. Hay un elemento de descaro, de chulería y de orgullo con el que puedes nacer, pero que no se puede aprender.
Durante varios años he ido mensualmente al centro de salud a ponerme la vacuna de la alergia. Un ritual con liturgia propia que se iniciaba cuando cogía mi nevera portátil, echaba un par de placas de hielo que en verano sirven para enfriar la cerveza en la playa, y con la vacuna recién sacada de la nevera me encaminaba a la consulta de enfermería. Con el paso de los años empecé a conocer a las personas mayores que asistían con la misma regularidad que yo. A ellas no hacía falta que les explicara una y otra vez que salía de la consulta y me sentaba de nuevo fuera porque me podía dar un shock anafiláctico y cuanto más cerca estuviera de la inyección de adrenalina muchas más probabilidades de supervivencia tenía. Un poco exagerado, quizás, pero qué le hago si, además de seguir a rajatabla las indicaciones médicas, no me quiero morir todavía. De todos esos años siempre recuerdo dos encuentros con duende que todavía me hacen reír.
Una vez llegué algo apurado, porque yo con la hora soy muy apretado y sabía que el retraso no me lo iban a perdonar los que allí esperaban. Tenía la cita a las 15:27 y eran y 26. En la puerta sólo había una señora mayor.
-Buenas tardes, señora. ¿Qué hora tiene?
-Las 15:34.
-Yo tengo las 15:27
-Lo siento, niño, yo te dejaría pasar, pero tengo mucha prisa.
Entró, cerró la puerta y yo me quedé de pie con la neverita en la mano. Blanco al principio, riéndome sin parar después. Cuando entré se lo comenté a la enfermera y me dijo que la señora era una profesional. Al parecer iba a diario y siempre le hacía lo mismo a todo el mundo. Le dije que no me había molestado, que me había hecho mucha gracia la cara que le había echado. Ella en confianza me contó que tenía al marido malo en la casa, iba a diario a por sus medicamentos y no le gustaba dejarlo solo mucho tiempo porque era dependiente. Una genia.
La segunda me paso con otra señora que esperaba su turno en la sala de espera. Entré, me puse la vacuna y salí. Abrí un libro que llevaba y vi de reojo como la señora giraba su cuello para mirarme a mí y a la nevera. Miró al frente y a los cinco segundos repitió el movimiento de ojos, aunque esta vez miró primero a la nevera y después me miró a mí. Sabía que me iba a preguntar, así que la miré y me dijo:
-¿Tú también vienes a por el Sintrom?
Solté una carcajada y le dije:
-No, señora, para eso a mí todavía me queda.
-El io puta, ya decía yo que eras muy joven pa eso.
Y se echó a reír y yo lo hice con ella, porque estoy harto de tanta tontería.
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