El cristal de la vergüenza

Ignacio Álvarez
3 min readMar 1, 2020

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O sobre los motivos por los que quiero a mis amigos

Mientras empiezo a escribir esto tengo delante la foto de la vergüenza. En ella se ve a E. con una sonrisa a medio camino entre personaje malvado de telefilme y estrella a la que la vida la empuja con viento de cola. A su lado está N. El cabrón ni me mira y apoya sus brazos en el sofá tras haberse dado un festín de comida japonesa; al parecer falta de calidad, o, al menos, la calidad exigible por el precio que tenía el atún “de almadraba”. A S. no la puedo ver, pero la intuyo sonriendo mirando al otro lado del cristal.

Yo llegué tarde. Habían reservado para cuatro, pero mi obsesión por la puntualidad se puede ver desplazada si tengo delante una cerveza y una conversación interesante. Llamé para saber si todavía podía unirme y lo único que me ofrecieron era acompañarles a verles tomar el postre. Qué peligro tenía eso. Me estaban anticipando lo que iba a pasar. Me podía sentar, sí, pero sólo a ver cómo comían. Y yo sin cenar y con el orgullo herido.

Fui al Burger King, encargué comida para llevar e inicié mi movimiento revolucionario posmoderno. Con mis bolsas de papel (me dieron una sólo para la botella de agua, supongo que para que no me sintiera avergonzado al ir con una botella de plástico andando tranquilamente por ahí) y los restos de una dignidad que había perdido los busqué por el Soho. Allí estaba el cristal y allí estaban ellos, sonrientes. Me senté en el bordillo de la ventana del restaurante, abrí las bolsas y empecé a comerme el long chicken delante del teatro de Banderas. Esperaba una señal de compasión, de compadecimiento y una invitación a entrar: “Nacho, deja eso y pídete algo, te esperamos”.

Lo único que recibí fue un golpe en el cristal al cual le siguió una sonrisa de N. mientras me enseñaba su móvil, en cuya pantalla aparecía Paris Hilton con una camiseta que rezaba: “Stop being poor”. Creció en mí un sentimiento de clase irredento y me entraron ganas de quemar el local, con ellos dentro, por supuesto. Además, los camareros me lanzaron miradas invitándome a dejar el bordillo y yo sólo pensaba cómo podía protestar si a alguno se le ocurría echarme de allí. Despreciado por mis amigos, apartado de la sociedad. Y todo por una cerveza y cincuenta minutos de retraso, ¡qué delito!

Con tranquilidad me fui comiendo las patatas mientras observaba pasar a la gente, mi pasatiempos favorito. Tras terminar y cumplir con mi obligación cívica de llevar los restos a la basura, entré. Rendí mi orgullo, probé un postre y renegué de nuevo del chocolate. Le hice una foto a una de las lámparas del local y recibí otro reproche: “a ver si ahora la vas a subir para hacer creer que has cenado aquí”. No se me ocurriría.

Cené sentado en la calle, renuncié a todo orgullo y dignidad sólo para echar el rato que mi impuntualidad os había robado.

Después de todo me reconocistéis como a un igual cuando nos sentamos —ya en otro local— a tomar una cerveza, el verdadero vínculo de unión de cualquier relación. Y yo he contado todo esto para pediros perdón por si en mi alegato y defensa de la vida del soltero independiente pude crear una crisis de pareja. E., no me pareces absorbente, si fueras mi pareja dejaría que me llamaras todos los días. Mientras tanto me conformo con robarte a N. un día en semana para que me acompañe al cine, porque una cosa es la vida independiente y otra no tener con quién compartirla. Y, joder, qué bonito es cuando la comparto con vosotros, que sois una parte de esa maravilla de gente a la que considero mis amigos y sin los cuales nada tendría sentido. Os quiero por hacer que la vida no sea aburrida, pese a todo.

Esto va para E., S., y N.

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Nosotros los solitarios. En Twitter soy @ialvarez95

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