Aires de adiós
Personas
Estoy empezando a preparar mis cosas para la vuelta. Aún quedan un par de semanas, pero todo empieza a tener un sabor a despedida. Pasa algo similar con 2020, que ha sido un año de mierda, sin duda, y cuyo fin ya empezamos a presentir sin saber muy bien cómo hemos llegado hasta diciembre. He de confesar que me resisto a decir que es el peor año de nuestras vidas, porque me parece una deseo vertido al futuro con la clase de optimismo del que, por obra y gracia de la pandemia, he aprendido a huir.
Ayer paseaba con Céline –una amiga que también está haciendo la tesis– y su compañera de piso por una ciudad decorada y llena gente deseando olvidarlo todo en una borrachera de luces y vino caliente, bastante diferente de la imagen de las últimas semanas. Hablábamos de lo vivido y lo que está por vivir: planes, planes, planes. Parece que no hemos aprendido nada. Le conté que, pese a todo, pasar aquí tres meses ha sido una de las mejores experiencias de mi vida y que intentaría irme de nuevo lo antes posible. Ella, un poco sorprendida, me preguntó si no me daba miedo estar sólo tres meses, no tener tiempo de construir nada, saber que estás de paso. Le respondí que no y sonreí, aunque ninguna de las dos me vieran por la mascarilla.
Para construir no hace falta tiempo, se hacen castillos con un gesto, y yo los he recibido a millones. En mi primera semana mis amigos franceses me acogieron en París hacer de mis veinticinco uno de los mejores cumpleaños de mi vida, gracias también a la llegada inesperada de mi primo. Antes de empezar a adaptarme en el centro de investigación mi supervisor incluyó en la agenda semanal una cena todos martes y, cada vez que surgía, una cerveza. Mientras tanto, José me invitó a tomar algo y me presentó al grupo de traductores. Mis amigos búlgaros me sacaban del despacho para tomar cafés y Marija, la serbia, contestaba con un “aquí estamos” cada vez que le preguntaba bien temprano por la mañana: “¿qué dice la tía?”. Margaux me llevó de museos la semana de vacaciones y con ella fue la última persona con la que estuve en una terraza en un día en el que, además, salió el sol para despedir la vida en las calles.
Cuando estás fuera y sabes que tu estancia tiene fecha de caducidad surge un vínculo de hermandad con los que se encuentran en tu misma situación. Para mí esta ciudad no valdrá nada cuando no estén por aquí los que le han dado significado. Y, especialmente, me refiero a ese pequeño grupo que ha hecho las veces de familia cuando la vida ha venido difícil, porque lo ha hecho. Me he dado cuanta de lo jodido que es afrontar los problemas de casa cuando estás lejos de ella, pero también de todo lo que una persona que hasta hace poco no conocías es capaz de hacer por ti. Me refiero a Raquel, la malaguita que no tiene apenas acento cuando habla francés y que cada vez que iba a empezar a contar chistes me rogaba que parara; a Andy, el estadounidense de Indiana al que por darle la paliza con las elecciones me la devolvió reventándome cada vez que salíamos a correr y que, a cambio, nunca me ha dicho que no a un poco más de cerveza; a Elena, la verdadera española del grupo, que para eso somos nosotros de tierra conquistada, mi cómplice cuando hacía sonar “Asado de fa”, la de la mano de oro con los gateaux; y a Jorge, el arriateño que hace natación sincronizada, termina su tesis y al que sólo le falta hipotecar su casa para darme las gracias por echarle un ojo a una parte de su investigación. Estos cuatro han sido mi familia, las cuatro personas por las que ahora me da miedo volver.
¿En tres meses no da tiempo a construir nada? Qué va, tres meses dan para mucho. Las personas, las personas y sólo las personas.
Esto a veces también se parecía al sur: